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LA CREACIÓN VISIONARIA


C.G.Jung distinguió entre dos modalidades de creación artística: la creación “psicológica” y la “visionaria.”  
En el primer caso, el material emerge de la experiencia personal del creador, su arte reside en su capacidad para modificar o transfigurar estéticamente tal experiencia. Sin embargo, en la creatividad que denominó visionaria, el material surge de la imaginería del inconsciente colectivo y, consecuentemente, no resulta ser algo familiar para el artista. 

El intelectual contemporáneo George Steiner confirma la aproximación de Jung a la experiencia visionaria cuando habla, en su obra Gramáticas de la Creación, de la poética como “inmediatez inspirada” lo cual conlleva “a una teoría del arte fundamentada en la concepción del artista como médium. “En el lenguaje de los románticos y del siglo XX”, escribe, sería “el de la iluminación visionaria, el del sueño genesiánico, el del subconsciente. Pero la dinámica es la misma: el poeta, el compositor, el pintor, no son creadores primarios. Son arpas eólicas –como imagina Coleridge- vibrando como respuesta a los impulsos psíquicos cuyo origen, cuyo primario foco imperceptible, es ajeno a los dictados de la conciencia. La técnica canaliza, no origina” ). Por ello, al igual que Jung, concluye que no es la conciencia del artista la fuente de su creatividad sino que “es la mántica voz de la Musas, la voz del daimonión la que habla a través del artista”.

Bajo la égida de la inspiración, Nietzsche escribió febrilmente cada una de las cuatro partes de Así Habló Zaratustra en diez días como si estuviese bajo los efectos de un poderoso hechizo. El ditirámbico rapsoda confesó que prácticamente toda esta obra le fue susurrada a sus oídos mientras el marchaba por la montañas con un ánimo cercano al éxtasis. Al respecto escribe el filósofo en su autobiografía titulada Ecce Homo:

"¿Hay alguien que a fines del siglo XIX tenga noción clara y exacta de lo que los poetas de las grandes épocas de la humanidad llamaban inspiración? Por si no lo sabe nadie yo voy a explicarlo: Aunque nos creamos completamente liberados de toda superstición, no podemos nunca vernos libres de la idea de la encarnación, del portavoz o médium de las potencias superiores. La palabra revelación, tomada en el sentido de “cualquier cosa” se nos revela de pronto a la vista o al oído –con una indecible precisión, una inefable delicadeza que nos conmueve y trastorna hasta lo más íntimo de nuestro ser -, es la simple expresión de la realidad exacta. Se oye sin buscar nada; se recibe sin preguntar lo que damos. Semejante a un relámpago, la idea brota absoluta, necesaria, sin dudas ni vacilaciones. Yo nunca he tenido que elegir en estos casos. Es un encantamiento durante el cual nuestra alma, impulsada a una tensión sin medida, siente a veces el alivio de las lágrimas, y nuestros pasos, ajenos a nuestra voluntad, tanto se apresuran como se retardan; es un éxtasis que nos envuelve por entero, dejándonos la clara percepción de vibrar en mil estremecimientos; es una plenitud de felicidad, como un matiz necesario en este océano de luz. Es un instinto rítmico que abraza todo un mundo de formas: la grandeza, el deseo de un ritmo amplio es casi la medida exacta de la potencia inspiradora y como una especie de compensación a un exceso de opresión y de tensión. En todo esto no interviene para nada nuestra libertad voluntaria, y, sin embargo, nos sentimos arrastrados en un torbellino por un sentimiento pleno de embriaguez, de libertad, de soberanía, de omnipotencia. Lo más extraño es el carácter de imposición absoluta que adquiere entonces la imagen, la metáfora. Se pierde noción de lo que son una y otra. Es como si se nos ofreciera la expresión más natural, más precisa, la más sencilla de todas. Realmente –según palabras de Zaratustra -, las cosas vienen por sí mismas a nosotros, deseosas de transformarse en símbolos.... Tal es mi opinión experta acerca de la inspiración. Y estoy seguro de que no hará falta retroceder muchos millares de años para encontrar a alguien que tenga derecho de decir: ‘Y la mía también’” (1984, pp. 114-116).

Por su parte, Jung explicó lo siguiente con respecto al Zaratustra de Nietzsche y a la segunda parte del Fausto de Goethe: “Estas obras positivamente se han impuesto a sí mismas sobre el autor; sus manos, como si estuviesen posesas, sus plumas escriben cosas que sus mentes contemplan con asombro. El trabajo conlleva en sí su propia forma... El autor solo puede obedecer el impulso aparentemente ajeno y seguirlo hasta donde le conduzca sintiendo que su obra es más grande que él mismo pues porta un poder que no puede controlar. En este caso, el artista no es idéntico al proceso de creación; sabe que está subordinado a su trabajo o que está fuera del mismo como si fuese una segunda persona que ha caído dentro del círculo mágico de una voluntad ajena".

Jung mismo, cuando escribió su libro La Respuesta a Job, tuvo una experiencia similar: “La experiencia de este libro”, señaló, “era para mí como un drama fuera de mi control. Yo me sentí apenas como la causa ministerialis de mi libro. Toda la obra me vino repentinamente mientras convalecía de una enfermedad febril. Sentí su contenido a manera de manifestación de una divina conciencia en la cual yo participaba, lo quisiera o no”. Como Nietzsche con respecto a Zaratustra, Jung consideró La Respuesta a Job como su magnum opus: “Siendo anciano”, reporta Edinger, “Jung confesó que desearía poder re-escribir todos sus libros excepto uno. Con La Respuesta a Job estaba totalmente satisfecho.


Basado en los escritos de Dra. Trudy Ostfeld de Bendayán